Por Francis Frangipane
Jesús nos entregó un titular intenso en las últimas horas de este tiempo. Llamó a estos días “La gran tribulación”. El significado de tribulación es “gran aflicción o angustia, presión o carga espiritual”. Mientras nos acercamos hacia el fin de este tiempo, debemos esperar que aumenten la angustia por las catástrofes y las presiones sobre el hombre.
Agregado al incremento del stress en nuestros tiempos, está el deseo decreciente del gobierno y la sociedad en general de refrenar la decadencia moral. Vivimos en tiempos donde una porción significativa de la sociedad está en una rebelión amplia y desafiante hacia Dios. Las palabras proféticas del Salmo 2 se están cumpliendo delante de nuestros ojos: “Los reyes de la tierra se rebelan; los gobernantes se confabulan contra el Señor y contra su ungido” (verso 2). Mientras renuncian a los valores morales, su clamor militante es: “¡Hagamos pedazos sus cadenas! ¡Librémonos de su yugo!” (verso 3).
Jesús nos advirtió sobre estos días diciendo: “Habrá tanta maldad que el amor de muchos se enfriará” (Mateo 24:12). Si usted está entre los que resisten contra las tinieblas crecientes, conoce la intensidad y la variedad de la batalla. Sea que pelee para resolver una injusticia en su comunidad o sólo para conservar la unidad de su familia, apenas podemos controlar un área antes que salten otras cinco.
A pesar de los avivamientos que ocurrieron en varias ciudades, muchas personas buenas se debilitaron. Simplemente se mantienen en movimiento. El profeta Daniel advirtió sobre un tiempo cuando el enemigo “…Hablará en contra del Altísimo y oprimirá a sus santos” (Daniel 7:25). Para emerger victoriosos en este tiempo, debemos trepar hacia la realidad que Dios nos mostró en el Salmo 91. Existe un lugar donde podemos reponer nuestra vida, una fuente eterna de vida donde podemos habitar. La Biblia llama a este lugar el “abrigo del Altísimo”.
Elías: un hombre como nosotros
Elías era un hombre con pasiones como las nuestras y peleó una guerra espiritual similar a la nuestra. En esta batalla por el alma de Israel, se paró ante la seducción de Jezabel y su esposo, el rey Acab. Aunque la peor batalla no tuvo que pelearla contra sus enemigos visibles, sino contra el desaliento personal.
Aunque tenía un gran coraje, Elías vivió como un fugitivo escapándose y escondiéndose en cuevas. Jezabel había matado a casi todos los profetas del Señor, reemplazándolos por la opresión satánica que acompañaba a los sacerdotes de Baal y Asera. Sin embargo, vino una nueva iniciativa del Señor: Tanto Elías como los profetas de Baal debían edificar altares, cada uno a la deidad a la cual servían. El Dios que respondiera con fuego sería reconocido como el Señor sobre toda la nación.
El rey Acab y todo Israel entraron en una confrontación. Luego de hacer todo lo que pudieron, los sacerdotes de Baal no lograron obtener ninguna respuesta de su ídolo demoníaco. En un contraste dramático, luego de la oración de Elías, inmediatamente cayó fuego del cielo y consumió su sacrificio. Esta fue la mayor victoria de Elías. Cuando los israelitas vieron el despliegue del poder de Dios, se inclinaron sobre el terreno diciendo: “¡El Señor es Dios, el Dios verdadero!” (1 Reyes 18:39).
Pero el Señor no había terminado. Después que Elías ejecutara a los sacerdotes de Baal, se fue hacia la cima del Monte Carmelo y, postrado sobre su rostro, oró siete veces para que descendiera la lluvia. El Señor respondió con un diluvio que dio fin a la sequía de tres años. Sólo ese día, ¡milagrosamente cayó agua y fuego del Cielo!
Quizá si este día tremendo hubiera ocurrido en cualquier otro tiempo en la historia de Israel, la nación se habría arrepentido; pero no lo hicieron. La adoración a Baal debía terminar, pero continuó. De hecho, no cambió nada. En lugar del avivamiento que Elías pudo ver, ocurrió lo contrario: una Jezabel enfurecida juró matar a los profetas del Señor, forzando a Elías a escapar hacia el desierto. Entonces Elías colapsó, exhausto y abatido, debajo de un enebro. “…y caminó todo un día por el desierto. Llegó adonde había un arbusto, y se sentó a su sombra con ganas de morirse. ¡Estoy harto, Señor! protestó. Quítame la vida, pues no soy mejor que mis antepasados” (1 Reyes 19:4).
Elías le ofreció al Señor su mejor esfuerzo. Este día fue el evento culminante de su vida. Elías oró para que Israel pudiera conocer que el Señor era su Dios y que, en respuesta, volvería a restaurar el corazón de la Nación (1 Reyes 18:37). Una vez más, como los profetas que lo antecedieron, Elías no pudo disparar un avivamiento para Israel. El desaliento lo abrumó. Tuvo suficiente.
¿Alguna vez llegó al punto del agotamiento espiritual o emocional donde dijo, “es suficiente”? Quizá se frustró por su propia incapacidad para efectuar cambios positivos en su familia o ayunó y oró por su iglesia o su sociedad, pero sin cambios visibles. Entregó todo de sí, pero obtuvo un éxito limitado. Descorazonado y debilitado como Elías, agotó todos sus recursos.
Elías se recostó y se durmió. Mientras lo hacía, un ángel lo tocó y le dijo: “Levántate y come” (1 Reyes 19:5). Junto a su cabeza había pan y agua. Elías, profundamente debilitado, comió y volvió a recostarse para dormir.
Una vez más, el ángel lo tocó. Le dijo: “Levántate y come, porque larga jornada te espera” (verso 7). Para todas nuestras visiones, planes y programas, la jornada que nos espera siempre es “muy grande”. De hecho, nuestra jornada está divinamente diseñada para ser demasiado grande para nosotros. El Señor no tiene plan donde podamos tener éxito sin Él. La vida está construida para llevarnos hacia Dios.
Volviendo a nuestros fundamentos
“Elías se levantó, y comió y bebió. Una vez fortalecido por aquella comida, viajó cuarenta días y cuarenta noches hasta que llegó a Horeb, el monte de Dios” (1 Reyes 19:8).
El Señor fortaleció a Elías, no lo envió de regreso a la batalla, lo llevó hacia el fundamento. Si nuestra tarea nos consume más que nuestro amor por Dios, nuestras vidas eventualmente serán quebradizas y desoladas. Para restaurar nuestras almas, el Señor nos lleva de vuelta a los fundamentos de nuestra fe. De hecho, podría detener nuestro trabajo por completo y dirigirnos a las realidades simples de la oración, pasar tiempo en la Palabra y la adoración. Nos recuerda que, más allá de lo que nos mandó a cumplir, su mayor mandato es amarlo a Él con todo nuestro “corazón… alma… mente y fuerzas” (Marcos 12:30). Sin este enfoque, perdemos contacto con la presencia de Dios; estamos fuera del abrigo del Altísimo.
El Señor llevó a Elías a “Horeb, el monte de Dios”. En hebreo, Horeb significa “desolación”. (Hebreo: Charab, hacer desolar). El ambiente desértico reflejaba el alma de Elías. Aunque para Dios, Horeb era un lugar donde los asuntos del corazón del hombre salían a la superficie. No había teatro en Horeb, no se actuaba. Es el lugar de la honestidad sin límites y la transparencia absoluta.
¿Cómo llegó hasta aquí?
Quizá la mayor virtud de Elías fue su celo. De hecho, dos veces en su comunicación con Dios, Elías habla de haber sido “muy celoso” por el Señor. Pero el celo que no está acompañado de sabiduría, llega a ser su propio dios. Nos lleva hacia expectativas irrealistas, fuera del tiempo y la unción del Señor.
Para mantenerse balanceado, el celo debe estar sujeto y dominado por encuentros estratégicos con el Dios viviente. Por el contrario, nos frustraremos con la gente y nos desalentaremos con sus retrasos. Nos ubicamos fuera de nuestro lugar de fortaleza y protección espiritual.
Elías llegó a Horeb y habitó en una cueva. Pronto vino a él la Palabra de Dios: “¿Qué haces aquí, Elías?” (1 Reyes 19:9). Esta es una de las preguntas más importantes que Dios podría llegar a realizarnos. Su pregunta prueba la realidad de nuestro estado espiritual: “¿Cómo fue que tu servicio hacia Mí llegó a ser tan seco y desolado?”. Dios quiere que sepamos que cuando fallamos en estimarlo a Él como nuestro primer amor, siempre hallaremos un desierto esperándonos.
Nuestro propósito principal en la vida debe ser habitar en Cristo. De otra manera nos consumiremos tanto con la condición de deterioro del mundo que fallaremos en ver la condición de deterioro de nuestra propia alma. En su amor, el Señor nos detiene y nos fuerza a analizar honestamente nuestro corazón: ¿la existencia que vivo ahora, es la vida abundante que Cristo me prometió?
Hablemos con candidez. No tenemos nada que probar y nada que simular. Podemos abandonar los mecanismos internos de la defensa y el orgullo. Si estamos decepcionados, somos libres de expresarlo; si estamos frustrados, podemos admitirlo. Debemos evaluar de una manera simple y confiable, sin racionalizar, sobre nuestra verdadera condición espiritual.
Señor, revélame mi corazón. Trae a la superficie de mi consciencia las decepciones y los desengaños, así como mis pecados y mis errores. Remueve la carga de opresión de mi alma. Maestro, ayúdame a rendirme mientras realizas una cirugía en mi corazón.
La transparencia es la vestimenta externa de la humildad y esta atrae la gracia de Dios hacia nuestros corazones. ¿No es la intimidad con Dios lo que más descuidamos? ¿No es el Señor nuestra única fuente de fortaleza en la batalla? Si el enemigo puede distraernos de nuestro tiempo a solas con Dios, podrá aislarnos de la ayuda que sólo puede venir de Él.
Por tanto, acerquémonos al Dios viviente sin otra vestidura que la transparencia.
Una unción fresca
Mientras aumenta la presión de este tiempo, pronto descubriremos que la unción de ayer no será suficiente para las batallas de hoy. El Señor trajo un nuevo comienzo para la vida de Elías en Horeb, una que finalmente desataría la “doble porción” de poder sobre Eliseo, su sucesor. Bajo esta nueva unción, Jezabel fue destruida, se abolió la adoración a Baal y comenzaría un período de avivamiento sobre las tribus del norte que jamás habían experimentado.
Para alcanzar un lugar similar de apertura, se necesita más que el momentum de nuestro propio celo. No debemos sorprendernos si Dios nos llama a pasar por nuestro propio Horeb.
¿Cómo reconoceremos este lugar? Horeb es la voz de la desolación personal, es la desesperación de nuestro corazón por poseer más de Dios. Ahora debemos oír con cuidado la voz de Dios. Es en Horeb donde el Señor nos lleva hacia la profundidad de su Ser. Es aquí, bajo el marco de su compasión, que descubrimos el propósito de nuestro quebrantamiento: nuestra desolación es, de hecho, un tiempo de preparación.
El Señor está a punto de traer un nuevo comienzo sobre usted. Cuando regrese a la batalla, peleará desde el abrigo del Altísimo.
Señor Jesús, mi vida está seca y desolada lejos de Ti. Perdóname por tratar de hacer tu voluntad sin habitar en tu presencia. Señor, te necesito con desesperación. Este día, comprometo mi corazón para regresar a mi primer amor. Enséñame, Señor, a considerar la intimidad contigo como la mayor medida de mi éxito. Déjame ver tu gloria y revélame tu bondad. Espíritu Santo, guíame hacia la fortaleza espiritual de la presencia de Dios. Amén.
Francis Frangipane
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