Prof. Dr. Bladimiro Wojtowicz
Lucas 15:11-13: “Un hombre tenía dos hijos, continuó
Jesús. El menor de ellos le dijo a su padre: Papá, dame lo que me toca de
la herencia. Así que el padre repartió sus bienes entre los dos. Poco después
el hijo menor juntó todo lo que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió
desenfrenadamente y derrochó su herencia”.
El
verdadero fundamento
Con este pasaje comienza uno de los
relatos de Jesús más citados de las Escrituras, popularmente conocido como la
“parábola del hijo pródigo”. Si bien todos sabemos cómo termina esta historia,
quiero concentrarme en el inicio de la misma, porque allí queda reflejada la
actitud del hijo menor hacia la herencia de su familia. Este es uno de los conceptos
más difíciles de comprender en el mundo occidental, porque generalmente se lo
limita a los bienes materiales. Sin embargo, antes esto no era así. No podía
haber una herencia que no marcara a los herederos para continuar con las
virtudes del linaje al cual pertenecían. Entre el capital heredado se
encontraban los bienes materiales, aunque esto nunca fue clave a la hora de
determinar las características de la vida futura de los herederos. Cuando
llegaba el momento de impartir la bendición sobre el primogénito, este era el
mayor capital con el cual podía contar una persona. ¿Las palabras de un anciano
que casi no veía eran más importantes que los bienes materiales? ¡Exacto!
Esas palabras, quizá pronunciadas con labios temblorosos y expresivos, marcarían
la continuidad del heredero dentro de los fundamentos que sustentaban al linaje
que nació en el corazón de Dios.
Depósito
de bendición
La pelea entre Jacob y Esaú no fue por
dos ovejas, cuatro cabras y diez vaquitas lecheras. Si bien Esaú era el heredero
natural de la bendición de la primogenitura, Jacob siempre desarrolló la
actitud correcta hacia los fundamentos sobre los cuales descansaba el linaje de
Abraham. Dentro de la cabeza de Esaú, su herencia se reducía a todo lo que
podía ver con sus ojos naturales, por eso menospreció la bendición de su padre.
Las palabras que impartían los patriarcas sobre sus hijos no eran inocentes,
estaban cargadas con el capital de autoridad espiritual que se acumulaba con
cada generación. En otras palabras, cuando Isaac puso sus manos sobre la cabeza
de Jacob, en realidad eran sus manos y las de su padre Abraham a través de él.
Eso mismo ocurrió cuando Jacob impartió la bendición sobre sus hijos. En este
caso fueron las manos de Abraham, las de Isaac y las de Jacob posándose sobre
cada uno de sus herederos.
En el pasaje de 2 Crónicas 34:1-2 podemos ver con claridad el poder que tiene este
depósito de bendición para determinar el destino glorioso de una nación: “Josías tenía ocho años cuando
ascendió al trono, y reinó en Jerusalén treinta y un años. Josías hizo lo
que agrada al Señor, pues siguió el buen ejemplo de su antepasado David; no se
desvió de él en el más mínimo detalle”. Este buen ejemplo no era otra cosa que
el fundamento sobre el cual se asentaba el linaje de Abraham. Durante todos los
días de su vida, Josías se dedicó a remover de Judá todos los fundamentos y
costumbres extrañas que desviaban al pueblo de la bendición del linaje al cual
pertenecían. Cuando el pasaje dice que “no se desvió del ejemplo de David en el
más mínimo detalle”, se refiere a todo lo bueno que Dios estableció en su vida.
Sin duda David cometió una multitud de errores graves a lo largo de su reinado,
pero Josías supo rescatar el valor de la verdadera herencia que reposaba sobre
el linaje de Abraham: “La calidad de su relación con Dios”. Ese era el
verdadero capital de inversión que les garantizaba a los herederos que
caminarían bajo la bendición de Dios.
Capital de vida
La fuerte influencia del materialismo en nuestra sociedad
post moderna lleva a los herederos a concentrarse sólo en los bienes
materiales, en lugar de pesar el “capital de vida” que los padres les imparten
a sus hijos. Cuando era niño amaba al pastor de nuestra congregación. En mi
mente de niño, mi pastor era un héroe con poderes sobrenaturales, capaz hacer
todas las cosas que hacían los súper héroes de las revistas de historietas y
mucho más. En esos días hablaba de mi pastor con la misma vehemencia y
admiración con la que cualquier niño hablaría hoy del súper héroe de moda.
Trataba de imitarlo en todo lo que hacía, desde su manera de caminar, su forma
de hablar, cómo le daba la mano a la gente (tenía una mano gigantesca, así que
un apretón de manos no se olvidaba así nomás), cómo predicaba, etc. Aunque
tenía sólo cinco años de edad, ponía atención a todos esos detalles que para mí
eran más que importantes. Recuerdo que una vez a la salida de un servicio de
domingo, escuché a un líder de la congregación hablando mal de él. Comencé a
mirarlo fijamente hasta que no me pude contener más y solté una serie de
palabras que no puedo reproducir en este artículo. ¡Cómo se le ocurría decir que mi pastor
estaba demasiado viejo para seguir al frente de la congregación! Desde
ya que eso me garantizó una buena zurra al llegar a mi casa, pero no iba a
permitir que se hablara así de mi pastor.
El Ford A
Recuerdo que todos los sábados por la tarde reunía a los
niños entre 5 y 10 años (entre quienes estaba yo) y nos subía a un “Ford A” que
parecía recién salido del último capítulo de la serie “Los intocables”. En
ambos costados le había pintado una gran cruz roja y en letras azules decía “felicidad
comienza con fe”. Nunca sabíamos hacia dónde iríamos cada sábado, aunque
tampoco nos importaba demasiado porque estábamos seguros que era el lugar
correcto porque así lo decía nuestro pastor. Cuando crecí me enteré que
convocaba a los niños porque los adultos nunca lo querían acompañar. Siempre
llegábamos a una plaza y en esos tiempos era el lugar de recreación de todas
las familias que vivían cerca, porque no había TV por cable ni consolas de
juegos electrónicos.
El Bell & Howell
Cuando llegábamos a la plaza teníamos una gran expectativa
por lo que iba a pasar. Entonces mi pastor nos entregaba una pila de folletos
con un mensaje evangelístico a cada uno de nosotros para repartirlos entre
todas las personas que se encontraban en la plaza. Mientras caía la tarde, el
pastor bajaba del camión un proyector enorme marca “Bell y Howell”, donde
montaba unas cintas de película en unos rollos gigantes como los que había en
los cines. Siempre eran capítulos de la serie evangelística que filmaba el
Instituto Moody. Colocaba la pantalla y un púlpito enorme de madera en el
centro de la plaza, luego comenzaba la proyección que duraba unos 30 minutos.
Aunque veíamos siempre las mismas películas todos los sábados, nosotros éramos
los primeros en sentarnos en el suelo a verla como si fuera la primera vez.
Siempre poníamos la misma cara de admiración ante los prodigios que hacía el
protagonista, haciendo pasar corriente por un par de lámparas, reproduciendo
rayos azules en una gran bobina u otras cosas que para nosotros eran lo más
parecido a un milagro de Dios.
La mejor ofrenda
Luego terminaba su exposición relacionando el contenido de
la película con una reflexión evangelística. En ese momento el pastor apagaba
el proyector y predicaba un breve mensaje, haciendo un llamado para que la
gente entregara sus vidas a Cristo. Siempre había personas que respondían al
llamado del Señor y entregaban sus vidas. Entonces le dábamos a cada persona
nueva una carta de bienvenida y un pequeño ejemplar del evangelio de Juan o uno
de Marcos, según fuera el stock en la librería de la congregación. La jornada
de evangelismo terminaba cuando el pastor nos dejaba a cada uno en nuestra casa,
con una ofrenda de caramelos enormes masticables de leche que nos devorábamos
ni bien bajábamos del camión. Desde los días de mi niñez el Señor me estaba
enseñando a disfrutar el valor de mi trabajo en el Reino. ¡Era la mejor ofrenda que alguien nos pudiera
entregar en el mundo!
Sembrando sonrisas
Sin importar cuál fuera la circunstancia por la cual
estuviera atravesando mi pastor, siempre tenía una sonrisa reservada para cada
niño que se acercara a él. Aunque esto no era así con los religiosos que se
oponían al mensaje del Evangelio. Cuando las autoridades municipales se confabulaban
para oponerse al avance de la escuela o ponían trabas para que no pudiera
realizar alguna actividad de evangelismo, solía llevar el púlpito hacia la
plaza principal de la ciudad. A media mañana comenzaba a predicar un mensaje de
arrepentimiento y santidad frente a la municipalidad, denunciando lo que le
estaban haciendo. Una a una las ventanas del edificio que daban a la calle
comenzaban a cerrarse con violencia, hasta que enviaban un mensajero para
decirle que las autoridades lo recibirían para conversar con él. Su carácter
era una especie de combinación de Elías con Juan el Bautista, era un león
cuando debía confrontar a los religiosos y los corruptos, pero un cordero
cuando trataba con los niños.
¿Y ahora qué hago Señor?
Como ocurre con frecuencia en ciertas denominaciones u
organizaciones tradicionales, cuando los líderes envejecen y ya no están en
condiciones de seguir al frente de sus congregaciones, simplemente los retiran
y convocan a otro más joven que ocupe su lugar. Esto fue lo que ocurrió con mi
pastor. Por alguna extraña razón a alguien se le ocurrió que cuando los hombres
de Dios llegan a cierta edad y ya no pueden responder con las mismas energías
que en los días de su juventud, se ponen viejos y se los debe reemplazar. ¡Qué curiosa es
la mente de los hombres! Desechan el capital de inversión más grande
que tienen en sus manos porque no logran ver que están ante una persona santa
que caminó toda una vida con el Señor y les puede enseñar a prevalecer por
encima de miles de batallas para edificar el Reino de Dios. Decidieron
desprenderse de este hombre y su esposa cuando estaban en el mejor momento de
sus vidas. ¿Qué hizo mi pastor? Tomó los pocos muebles que tenía y se hizo
cargo de una pequeña obra misionera ubicada en un sector pobre y muy retirado
de la ciudad. Aun así, todos los sábados seguía convocando a los niños de su
congregación, los montaba en su pequeño e irrompible camión “Ford A” y salía a
evangelizar por las plazas. Nunca faltaron niños a su alrededor que lo
siguieran para hacer la obra del Reino de Dios.
Compañeros de charla
Cierto día llegué de la escuela (que funcionaba junto al salón
donde nos congregábamos) y me enteré que mi pastor estaba internado en la
clínica de mis padres, ubicada justo detrás de mi casa. Como era el hijo de los
dueños, nadie me impedía circular a mi antojo por los pasillos. Fui hasta el
cuarto donde estaba internado mi pastor y lo encontré recostado en su cama
sonriendo. No recuerdo mucho sobre los temas que conversábamos, pero siempre
estaban relacionados con la escuela, si me estaba portando bien, si hacía las
tareas o si les obedecía a mis padres. Como era un niño, no me permitían
quedarme más que una o dos horas con él antes de retirarme, aunque siempre
estaba el compromiso de regresar al día siguiente para seguir la charla. Nunca
recuerdo una palabra de queja o una mueca de dolor en su rostro durante
nuestros encuentros diarios que se prolongaron unas dos semanas.
Por alguna extraña razón, nadie me impedía llegar hasta su
habitación a la hora que fuera para hablar con él. Un día llegué de la escuela
y como solía hacerlo, fui a ver a mi pastor a su habitación para conversar con
él. Esa tarde cuando nos despedimos puso sus manos sobre mi cabeza y se
despidió con una gran sonrisa. Cuando fui a verlo al día siguiente, encontré su
cama limpia y la habitación vacía. Cuando les pregunté a las enfermeras dónde
estaba mi pastor, ninguna de ellas quería decirme qué había ocurrido. En
realidad, la noticia era que había partido con el Señor. Sin embargo, por
alguna extraña razón, en ese momento no sentí dolor por esa separación. Había
algo que nos ligaba en el espíritu y era tan fuerte que traspasó el trance de
la muerte física.
¡Abuelito, abuelito!
Desde esos días hasta hoy pasaron muchos… muchos años.
Aunque hoy soy un hombre maduro y consagré mi vida al servicio del Señor, puedo
ver la continuidad de ese linaje ministerial en todo lo que emprendo en el Reino.
Dondequiera que voy, los niños me siguen para buscar un abrazo o darme un beso.
El Señor me bendijo con una gran cantidad de hijos espirituales por todas
partes. Una vez me encontraba en un servicio especial y se acercó una niña de
cuatro años gritando: “¡Abuelito, abuelito!”. Como la cosa no era conmigo,
continué en lo mío. Un minuto después siento que alguien me tira del pantalón y
me dice: “¡Abuelito te estoy hablando!”. Miré hacia abajo y era la misma niña,
la hija de uno de mis hijos espirituales que quería que la abrazara. Mientras
lo hacía, el Señor me recordó los días de mi niñez, cuando yo corría a los
brazos de mi pastor, sólo para que me abrazara.
No recuerdo los sermones que predicaba mi pastor, porque a
la hora del servicio a los niños nos llevaban a una clase especial donde nos
hacían recortar figuritas de papel para “mantenernos entretenidos”, así no
molestábamos a los adultos durante el sermón. Aunque el Señor se las arregló
para que aprendiera lo que necesitaba para los días por venir. Hoy, a mis
cincuenta y tantos años, reconozco que peleé una gran cantidad de batallas y
atravesé innumerables circunstancias difíciles a lo largo de mi vida. Sin
embargo, cada vez que las cosas se ponen difíciles, cierro los ojos y recuerdo
en mi mente la imagen de la sonrisa amplia y cálida de mi pastor que me
aseguraba que todo iba a estar bien, mientras el Señor estuviera conmigo. Esa
sonrisa y esa caricia me acompañaron durante las noches oscuras de soledad que
todos atravesamos y me dieron el aliento que necesitaba para perseverar hasta
ver la salida del sol, en los momentos difíciles de la vida.
La verdadera herencia
Hoy no tengo todas las cosas materiales que me gustaría
tener, pero cuando miro hacia atrás puedo ver las señales de un linaje espiritual
que me marcó profundamente y me permitió aprender de mis “mayores” en el Cuerpo
de Cristo. Cuando hoy encuentro niños que me llaman “abuelito”, aunque tienen
sus abuelos naturales, puedo estar seguro que el día que deba seguir el camino
de quienes me precedieron, nunca faltarán niños sobre los cuales imponer mis
manos para impartirles el manto de autoridad profética que Dios depositó sobre
mis hombros desde que era niño. Por esta razón, cada vez que miro hacia atrás
para repasar los días que pasaron y hacer un balance de mi vida, puedo
considerarme una persona sumamente rica, porque aprendí a valorar la porción de
mi herencia por la cual realmente vale la pena pelear. Hoy cada vez que impongo
mis manos sobre alguien, allí también están las manos de don Juan (mi primer
pastor) y las de todos los padres espirituales que Dios estableció para formar
mi vida. Los bienes materiales van y vienen, pero sólo quedará en nuestras
manos la verdadera herencia de bendición del linaje espiritual que nos marcó a
lo largo del camino.
La paternidad en el tiempo
Bajo el Antiguo Pacto, los padres ejercían un dominio
absoluto sobre sus hijos, operando como dueños del destino y las vidas de sus
descendientes. En las Escrituras hay ejemplos que en nuestros días serían tomados
como objeto de estudio social, porque transgreden cualquier parámetro moralmente
aceptado. Cuando los ángeles visitaron a Lot en Sodoma, ocurrió lo siguiente: “Pero
antes que se acostasen, rodearon la casa los hombres de la ciudad, los varones
de Sodoma, todo el pueblo junto, desde el más joven hasta el más viejo. Y
llamaron a Lot, y le dijeron: ¿Dónde están los varones que vinieron a ti esta
noche? Sácalos, para que los conozcamos. Entonces Lot salió a ellos a la
puerta, y cerró la puerta tras sí, y dijo: Os ruego, hermanos míos, que no
hagáis tal maldad. He aquí ahora yo tengo dos hijas que no han conocido varón;
os las sacaré fuera, y haced de ellas como bien os pareciere; solamente que a
estos varones no hagáis nada, pues que vinieron a la sombra de mi tejado”
(Génesis 19:4-8).
Cuando Abraham despidió a Agar y a Ismael de su casa,
ocurrió lo siguiente: “Entonces Abraham se levantó muy de mañana, y tomó pan, y
un odre de agua, y lo dio a Agar, poniéndolo sobre su hombro, y le entregó el muchacho,
y la despidió. Y ella salió y anduvo errante por el desierto de Beerseba”
(Génesis 21:14). Cuando Abraham los echó hacia el desierto, ¿era consciente que
ambos no lograrían sobrevivir más de un día, solo con un odre de agua y una
pieza de pan? Seguro que sí, porque había vivido toda su vida en el desierto.
Cuando llegó el momento de buscarle una esposa a Isaac, queda claro que el “candidato”
no intervino en lo absoluto en la elección de la mujer que sería su esposa. Su
padre le encargó todo el trámite a su mayordomo. Podemos citar una cantidad de
ejemplos más a lo largo del Antiguo Testamento, donde queda clara la hegemonía
absoluta que ejercía un padre sobre sus hijos. Sin embargo, todos esos casos se
deben analizar bajo la cultura de sus días e interpretarlos a la luz del Pacto
bajo el cual se encontraban viviendo.
Cuando Jesucristo derramó su sangre en la Cruz del Calvario,
estableció un Nuevo Pacto que desplazó el anterior, inaugurando la era de la
Gracia. Bajo esta nueva dimensión de la manifestación del Reino, todos aquellos
que nacimos de nuevo y recibimos al Espíritu Santo, podemos conocer a Dios como
Padre. En el pasaje de Romanos 8:15, el apóstol Pablo declara esta verdad: “Pues
no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino
que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba,
Padre!”. En otras palabras, el Espíritu Santo es quien nos revela al Padre y
nos conecta con la realidad de su amor, porque fuimos adoptados como hijos.
Un punto de inflexión claro
Cuando Jesús oró por sus discípulos, sus palabras fueron: “Mas
no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por
la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú,
oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para
que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado,
para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para
que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y
que los has amado a ellos como también a mí me has amado. Padre, aquellos que
me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que
vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación
del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero
yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste” (Juan 17:21-25).
La mayor impartición de la Gracia que pudimos recibir como hijos, es conocer a
Dios como nuestro Padre. Antes de ser enviado a la tierra, Jesús y el Padre
eran uno. La diferencia es que, en el Nuevo Pacto, ahora Cristo puede decir “como
tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros”.
El hombre del libro negro…
El mundo no conocerá a Dios por la cantidad de personas que
seamos capaces de movilizar, el nivel de riquezas que podamos mostrar o las
influencias circunstanciales que podamos tener ante los poderosos de turno. Así
como estar sentados en un servicio dominical durante un año escuchando al “hombre
del libro negro” no nos transformará en hijos espirituales de la casa, hablarle
a ese grupo de gente durante un año, tampoco transformará al “hombre del libro
negro” en un padre espiritual. Hoy vemos personas que confunden al liderazgo
del plano natural con la paternidad espiritual y esa misma confusión los lleva
a cometer todo tipo de excesos. Bajo el Nuevo Pacto, la paternidad espiritual y
la honra no se pueden imponer o exigir. Jesucristo nunca les exigió o les reclamó
a sus discípulos que lo honraran. Simplemente se concentró en manifestar la
revelación del amor del Padre que recibió por el Espíritu Santo. Esta fue la
motivación suficiente que necesitaron todos sus discípulos para dejar toda su
vida conocida y seguirlo hacia una nueva vida en el Reino. La paternidad
espiritual no se puede desarrollar en un mes, en un año o en tres años… es un
proceso que se va edificando entre dos personas (padre e hijo) que recibieron
la misma revelación de Dios como Padre.
Palabras finales
Las palabras de Jesús establecen un corolario sobre este
punto y cierran toda discusión: “Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero
yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste”. Es inconcebible
que en la Iglesia actual todavía haya líderes que ejercen la paternidad
espiritual según los parámetros del Antiguo Pacto, comportándose como amos y
señores de la gente. El apóstol Pablo fue claro cuando advirtió que vendrían
líderes que le “prohibirían a la gente hacer una cantidad de cosas”
(permitiendo arbitrariamente según su criterio de juicio personal aquellas que
consideran correctas). Nunca debemos confiarle la formación de nuestra vida a
alguien que nos impone una “paternidad forzada” y mucho menos cuando nos exija
que debemos honrarlo. La paternidad en la Iglesia no es un “cargo” y la honra
no es un “impuesto” que los discípulos deben pagar. Jesucristo inspiró la honra
de sus discípulos, porque verdaderamente les mostró al Padre mientras estuvo
con ellos.
Si usted atravesó alguna de estas situaciones negativas, tómese
un tiempo de intimidad con el Espíritu Santo y pídale que le revele el amor que
el Padre le impartió cuando fue adoptado como hijo, el día que Cristo entró en
su espíritu para darle una nueva vida. Luego renuncie a todo sentimiento
negativo hacia personas que ejercieron la paternidad sobre su vida de la manera
incorrecta y avance en la nueva impartición del amor de Dios que el Espíritu
Santo le entregó.