Por Bobby Conner
“Tengo muchos deseos de verlos para impartirles algún don espiritual que los fortalezca” (Romanos 1:11).
El anhelo más profundo del apóstol Pablo no se limitaba a ver a sus hermanos en la fe, sino a verlos para entregarles un don. Como apóstol, la motivación de su corazón no era sólo enseñar, plantar iglesias, hacer milagros o establecer el orden apostólico. Buscaba impartirles todo lo que Dios depositó sobre él, repartiendo los dones espirituales con generosidad sobre los demás, “para que puedan ser establecidos”.
La impartición sobre los santos debe ser la pasión de todos los creyentes. El anhelo Dios es impartir su corazón sobre su familia, para equipar a los creyentes y prepararlos para que se relacionen con Él así como para la obra del servicio (Efesios 4:11-12). Toda la gracia y capacitación provienen de Cristo y por Cristo, para que nos podamos deleitar en ser un instrumento de ayuda a otros para que puedan avanzar en sus llamados, no para el nuestro. El Señor nos llamó a ayudar a otros primero para que profundicen su relación con el Señor, no con nuestros propios ministerios. Nunca debemos olvidar este fundamento de la fe: lo que recibimos de gracia, entreguémoslo de gracia (Mateo 10:8). Nuestra meta es establecer al Rey en su Reino, ayudando a otros a descubrir su destino en Dios y prepararlos para funcionar mejor en sus llamados celestiales (Efesios 1:18).
La palabra griega que se traduce como impartir es metadidomi y se compone por dos palabras, meta y didomi. Meta significa con, como caminar con alguien, un aliado. Didomi es una palabra extravagante que significa más que dar. El griego sugiere profusión y abundancia, entregarse por completo al cuidado y la confianza de otros. Didomi sugiere, “entregarse a sí mismo por completo”. Impartir o metadidomi, significa dar profusamente desde las profundidades de uno mismo. Esta “entrega absoluta” es la misma palabra que se usa para describir cómo el mar “devuelve” lo que está oculto en la profundidad. La impartición surge desde las profundidades del Espíritu de Dios y a través de nuestro espíritu.
Tan maravillosa como puede sonar esta impartición, hay una trampa: nadie puede dar lo que no tiene. Si queremos impartir, en primer lugar debemos tener algo para entregar. Antes de poder impartir, debemos ser ungidos con la sustancia a impartir. Estas dos realidades espirituales de impartición y unción son diferentes, pero se relacionan y operan juntas bajo la guía del Espíritu. ¿Cómo ocurre esto?
Esta es una verdad maravillosa del Reino de Dios: cuando predicamos, enseñamos o ministramos en amor, en el Espíritu de Dios, impartimos la sustancia de Cristo, no sólo información sobre Él.
Jesús afirmó la promesa profética de Isaías 61:1-5: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres... (Lucas 4:18).
Para nosotros, ser ungido significa que una capacidad divina descansa sobre nosotros. ¿Cuál es esta capacidad? Esta unción no es sino Cristo mismo. La palabra griega que traduce unción es la misma de la cual se deriva el nombre Cristo, ¡chrio! ¿Qué significa tener chrio o estar ungido? Significa cargar al Cristo, el Ungido. Esta misma unción consagró a nuestro Rey para su oficio mesiánico y le dio el poder para administrar su Reino. Esta es la unción que cargamos, el Señor Jesús descansando sobre nosotros y en nosotros, la misma Persona del Espíritu Santo. Ser ungido es estar untado de Cristo y ser llenos por Él. En hebreo, ungir o mashach significa untar un líquido o consagrar. En otras palabras, como hijos de Dios estamos consagrados como sacerdotes santos para ministrar en su nombre, ungidos por Él y con Él. ¡Él es la unción!
¿Cuál es el origen de la verdadera unción y el poder? ¡El Espíritu Santo! No ministramos por medio de la habilidad humana, impartimos la unción del Espíritu Santo.
Este es el mensaje esencial urgente del Señor para la Iglesia: “debemos aprender a vivir y trabajar en y a través del Ungido, no en nuestra propia voluntad y fuerza. Debemos aprender a impartir a Cristo, la unción, no nuestras propias agendas e ideas”.
Muchos de nosotros tuvimos la experiencia de oír a alguien predicar o enseñar. Sus palabras fueron verdaderas y certeras, aún agudas y reveladoras, pero no pudimos encontrar las palabras que se hablaron en las profundidades de nuestro corazón. Oír o considerar ese mensaje podría ser exitoso, aún estudiarlo o debatirlo, pero nuestro corazón no se conmovió. La experiencia fue similar a leer un libro de texto, asistir a una clase o seguir las instrucciones para conducir. Podríamos llegar a un destino en términos de un argumento lógico o una historia colorida, pero en realidad seguimos sentados en nuestra silla, sin que nada cambie. En el mejor de los casos, alentados, en el peor, inflados por el conocimiento religioso acerca de Dios.
¿Por qué ocurre esto? Porque las palabras de ese predicador no fueron inspiradas por el Espíritu de Dios, sino por su propia alma y sus buenas intenciones, peor aún, por su orgullo y ambición. Sus palabras no estaban ungida con la misma sustancia de Cristo. Quizá hablaron con las “lenguas de los hombres y los ángeles”, pero sin el Espíritu de amor. No eran más que “metal que resuena o címbalos que retiñen” (1 Corintios 13:1). Este tipo de ministerio no edifica a nadie. Jesús nos recuerda que sin Él no logramos nada (Juan 15:5).
Muchos de nosotros tuvimos diferentes experiencias cuando oímos a alguien predicar o enseñar. Quizá sus palabras no eran muy pulidas, perdieron sus notas o se contradecían a sí mismos. Quizá sólo leyeron un pasaje de las Escrituras, usaron una ilustración y oraron de una manera muy simple. Quizá no tenían mucha preparación, conocimiento o experiencia, pero sacudió lo más profundo de nuestro ser. Nuestro corazón ardía como si Cristo mismo estuviera compartiendo delante de nosotros. Pero de hecho, eso era así. El amor habló y creó nuevas palabras dentro de nuestro ser. El Señor escogió a los simples del mundo para avergonzar a los sabios (1 Corintios 1:27).
Esta es la diferencia entre ministrar a través de la unción de Cristo y hablar desde nuestras propias habilidades y entrenamiento natural.
Habiendo comprendido y entendido qué implica recibir su unción, ahora podemos entender qué es una verdadera impartición. La habilidad para impartir incluye ser ungido, pero va más allá. Si tenemos el don de la impartición, cualquier cosa que digamos o hagamos bajo la unción, afectará profundamente a todos los que oigan. La misma sustancia de Cristo se impartirá en el espíritu de todos respondan.
“A los que me aman, les correspondo; a los que me buscan, me doy a conocer… enriqueciendo a los que me aman y acrecentando sus tesoros” (Proverbios 8:17 y 21).
Dios anhela darnos tesoros espirituales. Este tesoro que nos entrega no tiene precio, pero vale todo lo que somos y poseemos. No tendremos nada valioso para compartir con quienes nos oigan si no recibimos primero este tesoro y aprendemos a habitar en él, Cristo mismo, recibiéndolo como el pan fresco para cada día. ¿Qué quiere decir el Señor en este proverbio cuando promete “llenar sus tesoros”? Nuestros tesoros llenos se pueden comprender como una rama que recibe una impartición a través de la vida de la viña. Debemos saturarnos con la presencia de Cristo, para que brote este río de vida desde nosotros.
“Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Así como ninguna rama puede dar fruto por sí misma, sino que tiene que permanecer en la vid, así tampoco ustedes pueden dar fruto si no permanecen en mí. Yo soy la vid y ustedes son las ramas. El que permanece en mí, como yo en él, dará mucho fruto; separados de mí no pueden ustedes hacer nada” (Juan 15:4-5).
El aspecto más vital de cualquier ministerio o encuentro personal no son las palabras en sí mismas, sino la impartición de “espíritu y vida”
Esta habilidad para impartir se relaciona con tener una relación personal de calidad con Jesús (los que me buscan temprano), porque nos imparte a nosotros en primer lugar. Nuestro tesoro se llena directamente como resultado de su impartición sobre nosotros. Note lo particular de esta promesa: “seremos llenos si hacemos que Jesús sea nuestra mayor prioridad” (Mateo 6:33). Sólo lo encontraremos en este nivel cuando lo busquemos con todo nuestro corazón (Jeremías 29:12-13). ¡Él no merece menos que eso!
Un cristiano comprometido que tiene esta gracia para impartir, se diferenciará de los demás, porque esa persona cargará la gloria de Dios. El clamor de nuestro corazón es tener tal presencia del Señor habitando en nosotros que podamos sentirlo y oírlo cuando ministramos. Debemos clamar para ser llenos de esta presencia pesada de la gloria de Dios. Qué testimonio tener a alguien que diga que habita en esta clase de vida ministrando a Cristo, junto con la gracia para impartir esa unción.
Cuando esta unción es activa, atraerá a la gente hambrienta. Muy a menudo, cuando una persona bajo esta verdadera unción de Cristo termina de hablar, la gente le dirá: “Por favor, ¿puede seguir hablando?” o “podría oírlo por horas”. ¿Por qué la gente responde de esta manera? No responden tanto por la profundidad del mensaje o por la unción excepcional del predicador, sino por la impartición que fluyó hacia sus espíritus. A través de la gracia de la impartición, somos un conducto a través del cual la vida de Dios puede fluir hacia los demás. Este es el centro de todo ministerio, desde el púlpito, en nuestro lugar de trabajo o en la mesa de nuestra cocina.
Cuando ministro, puedo decirle cuando la gente se conecta con el Espíritu o sólo tratan de entender con su intelecto. Qué maravilloso es cuando son alimentados espiritualmente, no en lo natural, sabiendo que reciben algo extraordinario, la sustancia divina del Señor.
“El Espíritu da vida; la carne no vale para nada. Las palabras que les he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63).
El don de la “revelación profética” nos muestra qué decir. Luego, cuando nuestro ser está ungido, podremos impartirla a otros. Oro mucho para ser ungido proféticamente con la habilidad para impartir. Podemos pasar tiempo en la presencia de nuestro Señor para tener su sustancia espiritual para que podamos impartir su propio Ser (Jeremías 3:15). Debemos presentarnos ante el trono cada día para recibir pan fresco desde el cielo para alimentar al rebaño de Dios (Hechos 20:28).
Predico desde hace 40 años un promedio de cinco veces por semana. Durante mi vida ministerial, aprendí cómo guiar a la gente hacia Cristo, no hacia mí mismo. Una vez el Señor me dijo: “La forma más elevada de traición es cuando los ministros toman los dones que les entregué para ganar almas para Mí y los usan para ganar gente para sí mismos”. ¡Nunca debemos ser culpables por este terrible crimen!
El aspecto más vital de cualquier ministerio, aún cualquier encuentro personal durante el día, no son las palabras en sí mismas o el entendimiento de estas palabras, sino la impartición del Espíritu de vida. Esta es la sustancia espiritual de Cristo fluyendo por medio de sus palabras ungidas y el Espíritu, hacia los espíritus de las personas que lo quieran recibir.
¿Cómo es la gracia que se recibe y se entrega?
Una vez más, la revelación profética nos dan las palabras que hablamos. La unción nos capacita para hablar estas palabras que recibimos. Luego, a través de la impartición, estas palabras se convierten en espíritu y vida, fluyendo hacia las profundidades de aquellos que tienen oídos para oír. Debemos orar no sólo para impartir nuestro mensaje a través de su unción, sino para que aquellos que oigan nuestro mensaje tengan oídos y corazones abiertos. Aquellos que son espiritualmente receptivos, experimentarán el fluir de la sustancia divina en ellos. Esta es la vida de la viña de Cristo fluyendo por las ramas, los herederos y este fluir de sustancia es diferente del mensaje que hoy se comparte. Los oidores que tienen oídos para oír, querrán más mientras reconocen que se alimenta su espíritu.
“… así nosotros, por el cariño que les tenemos, nos deleitamos en compartir con ustedes no sólo el evangelio de Dios sino también nuestra vida. ¡Tanto llegamos a quererlos!” (1 Tesalonisenses 2:8).
¿Cómo se recibe y se entrega esta gracia para impartir? Pasando tiempo de calidad con Jesús y deseando esta habilidad, para que Él pueda alimentar los espíritus de aquellos que están espiritualmente hambrientos. Tener información lógica es bueno y deberíamos estudiar como los de Berea, pero el conocimiento intelectual de la Palabra no alimenta nuestro espíritu. Sólo la unción nos capacitará para hablar sobre Dios y para Él, porque sólo su impartición alimentará nuestro espíritu y el de quienes nos rodean.
“Más bien, exponemos el misterio de la sabiduría de Dios, una sabiduría que ha estado escondida y que Dios había destinado para nuestra gloria desde la eternidad” (1 Corintios 2:7).
La impartición es tangible, esto significa que es una sustancia espiritual ligada a las palabras. Como una autopista invisible, la impartición hace correr la Palabra de Dios hacia el espíritu de aquellos que tienen hambre espiritual. Quizá no comprendan qué sucede, pero conocerán que se están alimentando y responderán. Es hermoso, más allá de las palabras, dejar una conversación o una reunión, sabiendo que Dios se agrada con lo que ocurrió.
“Yo mismo, hermanos, cuando fui a anunciarles el testimonio de Dios, no lo hice con gran elocuencia y sabiduría. Me propuse más bien, estando entre ustedes, no saber de cosa alguna, excepto de Jesucristo, y de éste crucificado. Es más, me presenté ante ustedes con tanta debilidad que temblaba de miedo. No les hablé ni les prediqué con palabras sabias y elocuentes sino con demostración del poder del Espíritu” (1 Corintios 2:1-4).
Pablo dijo que sus palabras no eran de sabiduría humana sino una demostración del Espíritu. Esta demostración del Espíritu es la impartición que está ocurriendo y no tiene nada que ver con las palabras en sí mismas. Es la vida divina y la energía de Cristo fluyendo desde Él, a través del predicador hacia los oyentes que están dispuestos.
Mi deseo más profundo es impartir la vida de Cristo que recibí: “… también ustedes son como piedras vivas, con las cuales se está edificando una casa espiritual. De este modo llegan a ser un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5).
Ser una “piedra viva” significa que somos como Cristo (irradiando lo divino). Esto implica que dondequiera que nos encontremos, hagamos o digamos, lo transmitiremos a Él, el maravilloso Espíritu de Dios, a través de la impartición de su unción.
Bobby Conner