Parte 1
Por Mahesh y Bonnie Chavda
“Por sobre todas las cosas cuida tu corazón, porque de él mana la vida” (Proverbios 4:23).
Iron Man (El hombre de hierro)
El verano pasado se estrenó una película sobre la historia de un joven que nació con talentos extraordinarios que recibió una herencia invaluable, pero la gastaba en sí mismo para adquirir todo lo que el mundo le podía ofrecer. Justo cuando pensaba que estaba en la cima de este juego, fue secuestrado por fuerzas malignas y sufrió una lesión en su corazón que lo puso al borde de la muerte.
La cautividad y estar tan cerca de la muerte, hicieron que el joven meditara acerca de su razón para vivir. El que antes era auto indulgente y exitoso, según los estándares del mundo, encontró la salida para su mal, creando e instalando una nueva fuente de poder en su corazón moribundo. Durante el proceso, el hombre adquiere una nueva perspectiva acerca de su propio destino.
Luego de esto Iron Man, quien vivía por el poder de una nueva fuente de vida, se convirtió en un súper héroe comprometido para pelear en contra de las fuerzas de la oscuridad que asolaban al mundo. Combinando los dones extraordinarios que tenía, Tony Stark (Iron Man), desarrolló una armadura corporal para sí mismo que le permitía realizar hazañas imposibles en sus campañas en contra de la maldad.
La temática de Iron Man nos resulta familiar a todos nosotros. No existe lugar en el mundo que no esté en crisis. Culturalmente, económicamente, políticamente, éticamente o espiritualmente, todo el mundo se encuentra bajo el azote de los poderes de las tinieblas que intentan destruir la raza humana. En la mayor historia jamás contada, Dios llegó a ser el mayor súper héroe a través de Cristo.
Como Salvador de la humanidad, Jesús vino en la debilidad de la carne humana para servir a los planes de su Padre, entregando su vida para destruir las obras de las tinieblas por toda la eternidad. Nuestro Campeón lleva el corazón del Padre. Todo lo que hizo, su virtud, sus acciones poderosas para sanar y liberar, sumado a su sacrificio final, surgieron de ese corazón.
Un drama de 5 actos
Vivimos en el último acto de un gran drama cósmico que comenzó cuando el mundo sólo era una “sopa de nada, un vacío sin fondo y una mancha de oscuridad” (Génesis 1). La creación, la caída, Israel, Jesús y la Iglesia, son actos sucesivos en la historia soberana de Dios. En el primer acto (Génesis 1), el Espíritu de Dios “revoloteaba como un ave sobre la faz del abismo”. Mientras se abría la cortina, Dios se movía sobre la faz del abismo con la intención de crear una familia a su imagen y semejanza.
El segundo acto comienza cuando los progenitores de esa familia escogieron la autonomía y perdieron la marca de la gloria y la perfección ordenada para todos nosotros. “La caída” de la raza introdujo la posibilidad de todas las maldades imaginables en el escenario de la historia humana. La comunión con Dios se interrumpió, comenzó la relación con las tinieblas y la familia de Dios se movió cada vez más lejos de Él. Dios anhela recuperar su familia. La Iglesia de Jesús es el plan “A” de Dios para recapturar los corazones de los hombres; no tiene un plan “B”. Pero, ¿dónde comenzamos a recuperar su creación?
“El hombre se unió a su mujer Eva, y ella concibió y dio a luz a Caín. Y dijo: ¡Con la ayuda del Señor, he tenido un hijo varón!” (Génesis 4:1).
El corazón de un niño
Dios es la fuente y el dador de los niños, los llama su herencia y recompensa (Salmo 127:3). Los padres son privilegiados por ser los canales a través de los cuales Dios desea promover su propósito eterno. El mayor acto espiritual que podemos asumir es aceptar la responsabilidad de crear el mundo formando a otras personas a la semejanza de Dios. Él estructuró los mundos con su Palabra (Hebreos 11:3). Los padres crean la estructura de un niño al ser canales efectivos de la palabra de Dios. Lo mismo sucede con los ancianos y los líderes de la Iglesia.
La campo de batalla más pequeño, pero el mayor y el más estratégico, es el corazón de un niño. Si captura y forma esos corazones, podrá moldear y dirigir el mundo. La paternidad es la forma de liderazgo más elevada. Con los hijos e hijas espirituales sucede lo mismo que con los hijos naturales. Comenzando en casa y extendiéndose a la familia de Dios; el privilegio y la tarea de los padres y líderes espirituales es formar grandes campeones, nutridos en el conocimiento y el temor de Dios, equipándolos para oponerse a la locura de las tinieblas.
“…pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios” (Romanos 3:23)
Todas las personas, incluidos los niños, nacieron con un corazón conflictuado. Permitirles que sigan el “camino del mundo”, dándoles libertad para tomar sus propias decisiones, sin entrenarlos para obedecer o considerar a los demás como más importantes a ellos mismos, sin instruirlos sobre su herencia de redención; los niños de hoy se transformarán en los monstruos del mañana.
Pablo dice: “La gente estará llena de egoísmo y avaricia; serán jactanciosos, arrogantes, blasfemos, desobedientes a los padres, ingratos, impíos, insensibles, implacables, calumniadores, libertinos, despiadados, enemigos de todo lo bueno, traicioneros, impetuosos, vanidosos y más amigos del placer que de Dios” (2 Timoteo 3:2-4).
Una nación para ser luz
En el tercer acto de nuestra narrativa, Dios reaparece para elegir a los gentiles para Sí mismo y crear una nación que sea “luz a los gentiles”: “…al cual subió Moisés para encontrarse con Dios. Y desde allí lo llamó el Señor y le dijo: Anúnciale esto al pueblo de Jacob; declárale esto al pueblo de Israel: Ustedes son testigos de lo que hice con Egipto, y de que los he traído hacia mí como sobre alas de águila. Si ahora ustedes me son del todo obedientes, y cumplen mi pacto, serán mi propiedad exclusiva entre todas las naciones. Aunque toda la tierra me pertenece, ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa. Comunícales todo esto a los israelitas” (Éxodo 19:3-6).
“…porque eres pueblo consagrado al Señor tu Dios. Él te eligió de entre todos los pueblos de la tierra, para que fueras su posesión exclusiva” (Deuteronomio 14:2)
En la escena final del tercer acto, justo antes de salir de la escena, el profeta Malaquías se dirige hacia la audiencia. Hablando como la boca de Dios para enmarcar a la siguiente generación, dice: “Acuérdense de la ley de mi siervo Moisés. Recuerden los preceptos y las leyes que le di en Horeb para todo Israel. Estoy por enviarles al profeta Elías antes que llegue el día del Señor, día grande y terrible. Él hará que los padres se reconcilien con sus hijos y los hijos con sus padres, y así no vendré a herir la tierra con destrucción total” (Malaquías 4:4-6).
La simiente que salvará a su Pueblo
El escenario se mantuvo oscuro y en silencio por cuatrocientos años. La elección, el viaje, la prueba, el error y la promesa de Israel, nos llevaron hacia Jesús.
El cuarto acto abre con un ángel hablando con una virgen y el anuncio que ella llevaría la Simiente prometida en el primer acto: La Simiente que salvará a su Pueblo de sus pecados. O, en las palabras del médico que lo conoció personalmente, “… para reconciliar a los padres con los hijos y guiar a los desobedientes a la sabiduría de los justos. De este modo preparará un pueblo bien dispuesto para recibir al Señor” (Lucas 1:17).
La encarnación, vida, ministerio, muerte y entierro de Cristo, parecen llevarnos hacia un final abrupto y sin sentido que deja a la audiencia en estado de shock. Nadie quiere moverse. La maldad triunfó y todo el mundo está condenado a la consecuencia del pecado.
Pero justo cuando la desesperanza parecía tomar el control, hay otro movimiento. ¡Se enciende la luz, suenan las trompetas, aparecen los ángeles y comienza un terremoto! ¡Cristo se levantó de su tumba! El Espíritu que revoloteó sobre la “sopa” en el principio, regresó y levantó a nuestro héroe de la tumba.
La familia de Dios cumpliendo su destino
El acto final comienza en Pentecostés, justo después de la Pascua y, desde su Trono en los Cielos, nuestro Héroe dirige un nuevo “pueblo santo”, nacido por la fe en Él y en el poder de su sangre. La intervención de Jesús fue estratégicamente establecida en los tiempos romanos. Ellos conquistaron y prepararon culturalmente al mundo conocido para recibir el mensaje del Evangelio de una manera más efectiva que en algún otro período de la historia, antes o después.
La revelación de la comunidad de Dios se ubicaba en franca oposición a los valores de la cultura romana. A los hijos nacidos en la cultura romana se los dejaba en el umbral de la casa de los padres, esperando ser reconocidos o rechazados. Si no eran reclamados o rechazados, se los abandonaba hasta morir, se los exponía a la inanición o los llevaban a los templos para ofrecerlos como prostitutas o esclavos.
Esto es lo que sucede con una persona nacida de nuevo que es abandonada en el umbral del sistema del mundo. Más aún, cuando una persona nace de nuevo a través de la fe en Cristo, los arrojamos fuera de la Iglesia, el hogar de la familia de Dios. Debemos recibir a nuestros hijos y asumir la responsabilidad y el privilegio de la paternidad, supervisando en ellos la formación del corazón del Padre. Esto nos traslada hacia el presente, el acto final de la historia de la redención de Dios.
El quinto acto es la Iglesia, la familia de Dios, alcanzando su destino en los días de renovación, preparando el camino para el Señor.
Mahesh y Bonnie Chavda
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