Por Catherine Brown
“Fuimos llamados como embajadores apostólicos para llevar Su corazón a las naciones para que puedan experimentar el amor de Su corazón”
“…Yo les digo: ¡Abran los ojos y miren los campos sembrados! Ya la cosecha está madura…” (Juan 4:35b)
En una visión reciente que recibí, algunas personas se acercaban al Señor y trataban de tocar el borde de su manto, así como la mujer que tuvo flujo de sangre por doce años (Marcos 5:25). Me golpeó la carga tan pesada que tenían estas personas y cuánto el Señor anhelaba sanarlos, sólo con una mirada de amor de Sus ojos. ¿Alguna vez estuvo en la posición de inclinarse y tratar de alcanzar al Señor en su desesperación por obtener ayuda? Es muy importante saber que Él está siempre deseoso y dispuesto a levantar nuestras cabezas e inundar nuestro ser con Su poder sanador. Como si fuera una afirmación, el Señor me dijo en la visión: “Mira mis manos, mira mi rostro”.
Cuando la gente se acercaba al Señor buscaba sus manos, pero en ningún momento buscaron Su rostro de amor. Muchas veces leemos cómo Jesús toma a otros de la mano y los sana. Su mirada de amor destruye las cadenas de la enfermedad, la esclavitud y la opresión del pecado e incluso emplaza a la muerte para que responda ante la vida de resurrección. Mientras analizaba cómo nuestras manos son empleadas para hacer obras, el Señor me dijo: “Toda la fructificación fluye desde la intimidad con mi persona”.
Somos sanados para cosechar y cada uno de los hijos de Dios tiene un testimonio del Cristo Resucitado que bendecirá a otros cuando lo compartan. El Señor Jesús desea que tengamos una mentalidad de adoración que abrace las obras santas. Desde este sitio de seguridad relacional, el Espíritu Santo producirá Su testimonio de Cristo a través de nosotros. Si tratamos de cosechar desde cualquier otra perspectiva que no sea Su amor, corremos el peligro de saltar en el vacío. La intimidad con Dios es todo y, sin esto, no tenemos nada de valor que ofrecerle al mundo.
No podemos esperar ser las manos de Jesús si nunca vimos Su rostro y no podemos ver Su rostro sin recibir sus manos heridas. En esto encontramos la paradoja de la gracia. En primer lugar, ver la Cruz se relaciona con creer y al hacer esto, lo percibimos y lo vemos con mayor claridad. Al mirar fijamente el amor de Cristo, somos bendecidos para recibir al Padre. Jesús dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9b).
Cara a cara
En medio de esta experiencia de revelación, tuve otra visión hermosa sobre una buena amiga que fue usada por el Señor para encender un avivamiento en varias naciones, incluyendo Mozambique. Jesús estaba cara a cara con ella, mientras ríos de agua viva fluían desde el ombligo de Jesús hacia su persona. Mientras estaba cerca de ella con su mirada de amor, pude ver Su amor fluyendo de nación en nación para que volvieran a nacer. Esta imagen no es sólo para uno, sino para todos aquellos que respondan al llamado del Maestro de predicar el Evangelio del Reino y hacer discípulos a todas las naciones. Se me ocurre que las experiencias más profundas que tenemos, tienen lugar en lo más profundo de nuestros corazones, donde el Señor crea momentos de comunión santa con nosotros y donde siempre somos transformados.
Jesús anhela tener encuentros personales cara a cara con cada uno de nosotros. Cuando nos acercamos a Su rostro, estamos en condiciones y somos motivados a ser Sus manos para alcanzar a un mundo herido. El nacimiento de las multitudes surge del lugar secreto. Es el lugar de Cristo, el Novio Rey, donde Su ser interior cautiva nuestros corazones y nos enamora, inundándonos con Su amor. Estar cara a cara es un lugar donde somos capaces de confiar plenamente en Dios y descansar completamente en Su amor.
Pasar tiempo a solas con Cristo nos capacita para rendirnos en adoración a la voluntad de Dios. Buscar el corazón de Dios es la fase previa para manifestar Su poder en nuestras vidas y a través de ellas hacia las naciones de la tierra. Dios nos pide restaurar el altar de la devoción como una respuesta interna a Su gloria. La manifestación externa de esa devoción será el fruto que permanecerá por toda la eternidad.
La mirada interior de Cristo es una experiencia multifacética, un momento secreto, una cita santa y un lugar privado de nuestro peregrinar, donde Cristo llega a ser nuestro todo y las distracciones se alejan en el silencio de nuestra comunión con nuestro Salvador. El lugar de intimidad de Cristo se puede describir como un sitio de rendición y encuentros divinos, cuando nuestros corazones conocen al Señor en adoración y obediencia absoluta a Su voluntad. El lugar de intimidad habla de un tiempo, un lugar o una estación donde nuestras almas se saturan en la presencia de Dios y, desde allí, reciben una comisión fresca para caminar y trabajar con nuestro Redentor.
Cada uno de nosotros es guiado hacia una satisfacción fresca de nuestra necesidad de ser inundados por el maná celestial: la sustancia que sólo se puede encontrar en el reposo del Señor. El escritor de Cantares nos dice que el Novio fue cautivado “con una mirada de nuestros ojos”. Dios anhela remover el velo de nuestros ojos para que podemos conocerlo más. En momentos santos como esos, el Señor nos recuerda que Él es todopoderoso, omnisciente, eterno y lleno de un amor incondicional. El Señor es cautivado por Su hermosa Novia, pero quizá no siempre comprendamos completamente cuán profundo nos ama nuestro Rey de Reyes.
Cara a cara es sentir lo mismo que Él
Recientemente, mientras esperaba a Jesús, me recordó que debía descansar en Su amor y no preocuparme por el “nuevo objetivo”. Mientras pesaba mi deseo profundo por ser uno con mi Señor, me di cuenta que necesitaba detenerme y respirar profundamente Su presencia, permitiéndome recibir Su amor. Dios comenzó a hablarme que aquellos que están en los campos de batalla deben hallar descanso en compañía del Comandante de los ejércitos del Cielo. Dios me habló de su gran anhelo para que los líderes solitarios se acerquen y lo encuentren a Él, permitiéndole que llene los espacios vacíos. Él me habló de Su gracia para desmantelar cada sitio de defensa en nuestros corazones y permitir que Su amor nos llene.
Cuando Dios nos encuentra en esa clase de encuentros, es una experiencia particular única. Para el pecador o el santo que busca al Salvador, “mirarán a Aquel en quien fueron atravesados” y recibirán la magnificente gracia de Cristo como recompensa. Uno de mis versos favoritos y más amados en la Biblia es cuando Jesús miró al hombre rico: “…Una sola cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme” (Marcos 10:21). Probablemente, Jesús sabía antes que hablara que el joven rico no podía hacer lo que era necesario: dar todo por Cristo, pero ni siquiera este rechazo podía hacer que Jesús lo dejara de amar.
Pasar tiempo en la presencia de Dios abre los surcos de nuestros corazones, plantando profundamente las semillas de Su palabra y Su voluntad en nuestro ser para llevar mucho fruto en el tiempo señalado. Cuando estamos a solas con Dios, puede podarnos y alimentarnos, alineando nuestras mentes, voluntades y emociones con Su perfecto plan para nuestras vidas. Jesús suaviza los lugares áridos en nosotros y refresca los lugares secos cuando hacemos tiempo para adorarlo. Reajusta nuestra visión spiritual en los lugares donde estamos cegados a Su compasión, para que podamos ser capaces de ver las cosas desde Su perspectiva y no desde la nuestra. Sus ojos de fuego son irresistibles y nos atraen hacia Él mismo, confrontando nuestras conciencias para que nos inclinemos en humildad reverente. ¡Jesús quiere que sepamos que humilde implica ser amado!
Existen tres altares: diligencia, deber y devoción
En una visión, pude ver tres altares en el Cielo. Uno se llamaba “diligencia”, el otro “deber” y el tercero “devoción”. Cada altar celestial era verdaderamente exquisito y ardía con una llama de diferente tamaño. Pero devoción era el que más brillaba. Estos altares representaban el testimonio (diligencia), las obras (deber) y la adoración (devoción). El altar de la diligencia es donde la norma de Su amor opera en nuestras acciones. El altar del deber es un altar de gracia donde la fe y la acción se encuentran para hacer buenas obras y la humildad nos permite emular la obediencia de Cristo.
En el altar de la devoción pude ver joyas hermosas en las llamas. Este es un altar de amor y adoración, donde podemos invertir nuestras vidas, trayéndole mucho gozo al Señor. En este altar, el fuego de la Roca de los Tiempos desciende para refinar las joyas preciosas de nuestra fe, generando la imagen de Cristo en nosotros. La devoción a Cristo desata la atmósfera del Cielo en el corazón de un adorador.
Jesús enseñó: “Benditos los de corazón puro, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5). Cuando el altar de la devoción arde más, nuestros corazones son purificados porque pasamos tiempo en Su presencia santa. La pureza eterna del amor de Jesús revela Su corazón en nosotros y podemos verlo como verdaderamente es. Esta “visión” no tiene que ver con lo físico, sino con estar anclado en una relación de pacto por conocerlo a Él y ser conocido por Él. Amarlo a Él crea un deseo desesperado en nosotros por tener más de Él y este deseo profundo se transforma en un catalizador para una transformación Divina en nuestras vidas. Cuando habitamos en el amor, reflejaremos Su brillo.
El verdadero discipulado sólo busca ser como el Maestro. Convertir a otros no es nuestra meta principal. Aún así, afectaremos positivamente a otros con el mensaje de salvación del Reino cuando rendimos nuestras vidas en honor a Dios. Atrapar lo que Jesús conquistó con Su sangre, no tiene que ver con nuestro conocimiento revelador o con la claridad de nuestra teología. Es la evidencia de nuestro ser extasiado por su santo amor y por el deseo de ser suyos lo que hará que los perdidos y los pródigos descubran al Rey Redentor. ¿Cómo se verá esa evidencia? Simplemente es el amor santo y abnegado que no tiene una agenda terrenal.
Corremos hacia la presencia de Dios por muchas razones y el Señor anhela que salgamos de este encuentro con Su pasión por las multitudes y por Su Novia. Fuimos llamados como embajadores apostólicos para llevar Su corazón de amor a las naciones, para que ellas puedan experimentar el amor de Su corazón. El Espíritu Santo alinea nuestros corazones con el corazón del Padre. Fuimos ungidos, señalados y enviados a amar, enseñar, predicar y testificar acerca del Cristo resucitado, haciendo discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles que obedezcan en todo al Señor. Mi oración para cada uno de ustedes es que nuestro camino de fe fluya desde los encuentros cara a cara con el Señor.
Dios lo bendiga mientras descubre (o redescubre) hoy Su amor hacia su vida.
Catherine Brown
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